Helena
Subí al tren apurada. Tropecé y se me cayeron el libro y mi cuaderno. Mi paraguas chocó contra la puerta; tanto alboroto llamó la atención del pasajero que había entrado un minuto antes. Se acercó y sin decir una palabra me ayudó a recoger todo mientras el tren se ponía en marcha hacia Buenos Aires. Cuando nos incorporamos le agradecí y amablemente respondió con un “por nada” con una mirada tan profunda que me impactó. Me cedió el paso y caminé por los coches hasta llegar al pullman.
Mientras me sacaba el abrigo, la bufanda y los guantes, y me disponía a retomar la lectura de Boquitas pintadas, paseaban por mi mente aquellos ojos oscuros. Me molestaba esa actitud de no poder desconectarme de las situaciones triviales, menos importantes. El tren tomaba velocidad y se veía el día gris muy frío, que anunciaba lluvia, lo cual hacía sumamente placentera la idea de aislarme con esta novela. Desde la primera letra me apasionó; a los personajes de Puig los encuentro todos los días en el almacén, el banco, la calle, el club, las reuniones familiares y hasta en la iglesia de mi pueblo. Saqué el señalador y retomé donde había dejado la noche anterior.
Al rato me sorprendió una voz. Era la del señor con el que subí al tren, que me invitaba a tomar algo en el coche restaurante. Aludió a la lectura como forma de hacer llevadero un viaje. Dudé unos segundos. Confusa, inmersa en el relato, finalmente accedí, pues me pareció descortés rehusarme. Cerré el libro, junté mis cosas y lo seguí.
No había gente, nos sentamos en la primera mesa. Allí me preguntaba qué hacía con un desconocido; nunca me había pasado. El mozo interrumpió el incómodo silencio; ordenamos las bebidas y se fue. Mirando por la ventana insinué algo sobre el otoño. El me dijo que me veía todos los miércoles tomar este tren y que algunas veces habíamos coincidido en el de regreso. Me disculpé por lo distraída pero “hasta hoy no me había dado cuenta.” - “Es que hoy usted subió por el último coche y casi siempre lo hace por los primeros” -respondió. Le conté que se nos había hecho tarde para llegar a la estación, que Ricardo, mi esposo, habitualmente me traía a horario pero una reunión en el estudio lo demoró y casi pierdo el tren. Dijo que se llamaba Julio González y que hacía un año se había mudado porque la fábrica donde trabajaba hizo una ampliación y lo habían trasladado a Lagunas.
Nacido en Rosario, vivió allí hasta el año pasado. Los miércoles tenía franco y viajaba de paseo a Buenos Aires buscando ver pinturas pues en la adolescencia había concurrido a una escuela de arte y de ahí venía su interés por los museos, las exposiciones y las galerías. La conversación se hizo amena, comenté las últimas películas que vi y destaqué Romeo y Julieta de Franco Zefirelli como el mejor estreno del año, a mí entender. Coincidimos en que las películas de Fellini eran impactantes; él lo prefería a otros directores italianos y se detuvo, con agudeza, en la simbología de La dolce vita. Agregué que recorro librerías, voy al cine y que generalmente busco películas para pasar un buen momento, o simplemente me siento a leer en uno de los cafés del centro cuando tengo algo empezado que me captura, como el libro que ahora estoy leyendo; un programa que en caso de lluvia es mi preferido. Me preguntó el por qué de mis miércoles y me dejó sin habla. Mi mutismo instaló nuevamente el silencio perturbador que obligaba a buscar algo. Al tornarse insoportable lo forzó y dijo: - “el mío es una manera de cortar la rutina del trabajo, la vida pueblerina y quizá de tratar de disfrazar la soledad.” Respondí que no estoy sola, que vivo con mi esposo. “Mis hijos se han ido a estudiar, Arturito el mayor, está con una beca en Inglaterra, y Sofía cursa Medicina en La Plata. Desde hace tres años empecé a buscar algo distinto una vez a la semana y Ricardo vio bien mis paseos a Buenos Aires; a él no le gusta pasear. Cuando vamos juntos es por trabajo, trámites, y lo hacemos en auto, todo rápido y volvemos. Yo amo viajar en tren. Si bien no es lo mismo que en la infancia, todavía se viaja bien.” Llegamos a Constitución, le agradecí la charla y el momento ameno. Me preguntó si volvía en el de las seis de la tarde y le dije que casi seguro.
Cuando bajamos me separé y caminé rápido hasta el subte, sólo nosotros subimos en Lagunas pero no me agradaba la idea de que me vieran con un extraño. Todo era propicio primero para el comentario y después la metamorfosis del primer renglón en la imaginación de algún conocido que luego se desparramaría mutando como la peste.
Fui a la librería a buscar una revista de Derecho que me encargó Ricardo y luego miré la cartelera de los cines; nada me entusiasmó. Caminé hasta que empezó a llover y decidí ir a tomar el té.
En la mesa de al lado una señora muy joven estaba con sus hijos pequeños y una amiga, haciendo todo a la vez, charlando y atendiendo a los chiquitos en la difícil tarea de comer torta ajustándose a las reglas de los adultos. Contemplaba la escena y sobre todo la juventud de la madre. “Bueno, no sé qué me asombra”, me dije; “a Arturito lo tuve a los diecinueve, y a los dos años vino Sofía.” El singular encuentro en el tren irrumpió en mi mente que no pude volver a Boquitas pintadas. Entonces volqué unas líneas en el cuaderno, lo traía para registrar lo que veía y me llamaba la atención en Buenos Aires, quizá alguna vez eso terminara en un libro o en nada. Mientras escribía, me di cuenta de que yo también venía porque estaba sola; que Ricardo estaba en su mundo, el trabajo, el club o en la política de Lagunas. Desde hacía tiempo me instaba a buscar algo más que llevar la casa y los chicos, pero nada de lo que sugería me atraía porque lo que me proponía era lo que a él le interesaba. Aunque siempre dejaba en claro mi eficiencia en la organización de lo doméstico. Pensé que el mérito lo compartía con Ofelia, la empleada, quien después de muchos años sabía cuál era nuestro criterio de orden, que más que “nuestro” era el de “él”: ese modo en que construímos la cotidianeidad sin darnos cuenta o ¿sin darme cuenta? Ricardo mediante alguna queja o gesto adusto eficaz instaló desde el principio reglas y puso la rueda en movimiento. Lo acompañaba en los pocos acontecimientos sociales de Lagunas y eso lo complacía, probablemente porque hablaba lo justo y conservaba el lugar esperado. Por eso aceptó los paseos de los miércoles; él me llevaba e iba a buscar a la estación.
No podía dejar de pensar en Julio; se me ocurría que tendría unos cincuenta y dos años. Era muy alto, conservaba el cabello oscuro del que asomaban unas pocas canas. Sus manos grandes y huesudas acompañaban el relato o el silencio armónicamente con suave cadencia. No hizo mención a familia, mujer o hijos. Hablaba poco. Era muy reflexivo e intuía que mis viajes tenían algo en común con los suyos, por eso la pregunta del por qué de los miércoles. Me hizo pensar en mi soledad. Descubrí que los miércoles era dueña de mi tiempo y espacio, decidía a qué hora salir y volver, qué recorrer, cuánto, y hoy, hasta de hablar con un desconocido. Miré el reloj, se me había volado el tiempo pensando en Julio, mi soledad, Ricardo, los años en Lagunas ¡Veinticinco ya! La infancia de los chicos. Hacía tiempo que no me necesitaban. Pagué y apuré el paso para tomar el subte. Llegué con poco tiempo, saqué el boleto y me acerqué al andén; allí estaba el tren. Permanecí abajo, esperando, hasta que se hizo la hora de partir. Cuando estaba subiendo, apareció Julio y me propuso tomar el tren de las ocho y media. Dudé. Pensé en Ricardo… Al fin me tomó de la mano y rápido bajamos al subte que nos llevó hasta Avenida de Mayo.
Caminamos y entramos a la galería en la que él había estado toda la tarde. Me paralicé frente a la exhibición de pinturas de Quinquela Martín, Castagnino, Berni y Spilinbergo, entre otros. Él se acercó cuando miraba trabajos de Soldi que me iluminaron el alma. Fue mi primer contacto con ese arte.
Emprendimos el regreso y me agradeció porque no estaba solo, haciendo lo que más lo apasionaba. Me volvió a tomar la mano y me gustó; era muy fuerte, muy segura y tibia. Caminamos sin hablar, nos desviamos unos metros de la avenida y nos miramos largamente. Me dijo que desde su primer miércoles, hacía seis meses, esperaba este momento. Me acarició el cabello y su mirada me conmovió. Nos acercamos más, tanto que pude sentir el olor del tabaco en su piel, su calor. Me estrechó y nos besamos.
Retomamos el camino al subte. Llegamos para el tren de las veinte y treinta. Al subir me di cuenta de que no le había dicho mi nombre. Me dí vuelta y murmuré: “me llamo Helena, Helena con H.” Sonrió y dijo: - “Hasta el miércoles Helena”. Me dejó en mi asiento y se fue al suyo.
Perdí la noción del tiempo, una parte mía estaba sentada con el abrigo puesto todavía y la otra acurrucada con él unos coches más adelante contemplado sus ojos, acariciando su mano, queriendo repetir una y otra vez hasta el infinito el estremecimiento del beso.
Esa tarde mi vida dio un vuelco, jamás imaginado o esperado. El presente borraba el antes y se detenía en esa maraña de imágenes y sensaciones.
Me desperté con el silbato y bajé apurada como subí. Ricardo se acercó y mostró preocupación por la tardanza. Balbuceé una excusa. Le pareció verme diferente y preguntó si me había cambiado el peinado. A renglón seguido habló sobre la reunión en el club y sus nuevos proyectos.
Lizzie Enjalrán nació en Chascomús en 1958, estudió Psicología en la ciudad de La Plata y ejerció su profesión en esa ciudad. Actualmente reside en Bahía Blanca. Su libro puede encontrarse en las librerías de Bahía.
Este cuento pertenece a "Encuentros y desencuentros" editorial Dunken.
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