lunes, 25 de abril de 2011

ANDREA TESTARMATA

El inmigrante

Es el hombre que sueña, que viene  a  sembrar palabras, esperanzas que le llenen la panza, el alma, la bondad que puede filtrarse en los cuerpos que deben trabajar.
Brazos y piernas cansadas tienen que aprender algo con lo cual poder mantener a una familia "tipo"
Trabajar en Argentina, no es tarea fácil, ya que vinieron muchas manos para amasar el pan. Muchos brazos que empuñan la pala y la palabra. Espadas que guardar…
La habilidad se hace eco de los que tienen la suerte de saber un oficio.
Vienen barcos cargados de llanto, de tibieza y de hambre de progresar. Ansiedad de poder ver en los hijos lo que nosotros no hemos podido lograr, como padres, tenemos solamente sueños realistas de la verdad cruda que se presenta como una olla vacía que hay que llenar. Y ya no estamos para pensar en el modelo del super hombre europeo, sino que ahora hacemos hijos, argentinos, como una raza que mezcla la teoría y la práctica.
La teoría es europea, pero el habla es un dialecto que se vuelve torpeza.  Algunos inmigrantes sienten que la argentina les quedó chica, y a veces miran atrás añorando la tierra patria.
Tierra partida. Ahora están en tierra fértil, donde sembrar se hace indispensable. Los gringos siembran hasta en las masetas, pero eso nosotros no lo entendemos. Sobra tierra en nuestro país, y está seca, a veces estéril de tristeza, de angustia, de reproches…
Pero a veces en el fondo del mar, como en el de una botella, hay sueños que quedan por cumplir, deseos de poder tener lo que antes no se pudo. Ahora es el momento.
Anhelos por subir un escalón en esta nueva vida, plagada de sorpresas.
Mis abuelos eran hijos de inmigrantes, labraron la tierra como el pensamiento.  Crecieron, fueron a la escuela, pero no mucho, y pese a eso no tenían faltas. Leían el diario todos los días, no por costumbre sino por saber qué pasaba en el mundo real, en su país de origen, una argentina que fue cuna de sus padres.
Mi abuela, era sirvienta, leía lo que la mujer de la casa, su patrona, traía de la biblioteca Rivadavia. Así, mi abuela llegó a leer Madame Bovary, texto que yo recién leí en la universidad. Tenía de que hablar con mi abuela. Más allá de las 11 de la noche, nos quedábamos calladas jugando a la escoba, siempre quería el 7 de oro. Juego, a pesar de estar cansada, por haber trabajado todo el día, es de noche y ella estuvo esperándome, no puedo decirle que no.
Una sola partida por esta noche, y cada noche, es lo mismo, una partida contra el tiempo en que ella me esperaba.
Los consejos se hacen eternos compañeros de los más viejos a los más jóvenes, pasan, como los chimentos, de generación en generación. Lo que te conviene hacer pibe te lo digo yo. Mientras un tango de fondo puede a veces ser cómplice de las miradas entre una parejita que no se anima a bailar. A veces la inocencia flotaba por momentos, y éramos todos dueños de los más puros sentimientos. Yo tenía 19 años, y venía del trabajo con ganas de verte, pero vivía en lo de la abuela, y no era lo mismo. Me esperaba hasta el otro día, cuando la luz del sol no quiebre la fortaleza de tenernos intactos, sólo para nosotros mismos.
Por la tarde Gardel sonaba raro en la radio de mi abuelo, creo que era una radio muy vieja. Pero el momento era ese. Parecía una foto en blanco y negro. Mi abuela preparaba el mate y el viejo Armando con un tanguito me miraba sonriente. El jilguero se pixelaba con el ritmo de la cumparsita. A veces caías vos, y mi abuelo te decía:  ¿vos trabajás?
A los 5 minutos se olvidaba y volvía a preguntar ¿vos trabajás?
Te miro cómplice, nos reímos, me acompañás a destender la ropa al patio de atrás. No te animás a darme un beso y yo tampoco. Nos sentamos a la mesa con ellos, a compartir el mate y mirarnos un poco la sonrisa, que es lo no te aburre de mí y me decís que estás enamorado de mi sonrisa y yo te digo que de tus ojos.
Un segundo nos distraemos de nosotros y mi abuelo me dice ¿te dije como la conocí?
 (No puedo decirle que sí, porque si yo le digo que si, mi abuelo se calla)

-          No, abuelo no me dijiste (y otra vez la misma historia, q me la dijo 6 veces en la tarde)

A veces los nietos tenemos el esfuerzo de escuchar a un hombre que no recuerda lo que almorzó al mediodía, pero que sabe perfectamente cuando conoció al amor de su vida. Era en calle Salta, entre Ayacucho y Salta fue el primer beso.
En ese momento vos me mirás, porque también allí fue nuestro beso. ¿Seremos parte de la historia de mis abuelos? ¿Moriremos los dos de viejos?
Se hace un silencio y el jilguero se hace presente en la tarde de verano. Mi abuela llega con el mate, viejo ¿otra vez con eso?
-          ¿con qué vieja?
-          Con la historia de cómo nos conocimos.
(Él sorprendido exclama)   pero si todavía no le conté !

2 comentarios:

  1. Hermoso tu cuento, por un momento pense que habias empezado a contar la historia de mi viejo...

    ResponderEliminar

enfocá tu comentario